domingo, 9 de diciembre de 2018

LA DERECHA ESPAÑOLA: ENTRE LA REALIDAD Y EL DESEO

España podría ser un país en el que existiese un único sentimiento de identidad nacional, de manera que todos nos sintiésemos españoles por los cuatro costados, orgullosos de serlo y de hacer ostentación de nuestros símbolos patrios, como la bandera. Un país en el que la sola mención de Gibraltar desencadenase automáticamente el grito ¡español! y en el que, hasta nueva orden, viviésemos en un 155 perpetuo hasta que desapareciese el último catalán independentista. Un país en el que rechazásemos de plano la descentralización política, porque eso de las comunidades autónomas no es más que un gasto innecesario: ¿qué más te da desde dónde te gobiernen? España podría ser un país en el que nos identificásemos de manera uniforme con la tradición judeocristiana, con sus valores e iconografía, con su belén navideño y su árbol -aunque éste no sé si es muy español-.  Un país en el que todos, cada cuál según su gusto, fuésemos hermanos de alguna cofradía de Semana Santa, puesto que es una perfecta manifestación de nuestra fe y tradición. Podría ser, también, un país en el que todos rechazásemos sin matices el aborto, como el más vil asesinato, el del no nacido que no puede defenderse. España podría ser un país en el que no existiese el matrimonio entre personas del mismo sexo, porque la ley de dios y la propia biología -los niños tienen pene, las niñas tienen vulva, como nos enseñó Hazte Oir- nos dicen claramente que esto es algo contra natura. Podría ser un país en el que la tauromaquia fuese una manifestación cultural asumida por todo el mundo, como una más de las esencias patrias que debe salvaguardarse a cualquier precio, porque dejar que desaparezca por falta de apoyo sería perder parte del ser de España. España podría ser, además, un país en el que la caza fuese totalmente incuestionable, por ser una actividad que hunde sus raíces en la noche de nuestra Historia, de manera que someterla a escrutinio público no es más que ser parte de la anti-España. Podría ser un país en el que se aceptase, de una vez, que la educación -no necesariamente pública, por supuesto- debe ser elegida en total libertad por las familias, haciéndose cargo el Estado de la factura del colegio de nuestros hijos, ya sea del Opus o de los Legionarios de Cristo. Y otro tanto sería aplicable en la Sanidad. España podría ser un país en el que repudiásemos la inmigración como un fenómeno que atrae a indeseables que vienen a aprovecharse de nuestro estado del bienestar. Estado del bienestar innecesario, pues es sabido que cada cuál es responsable de cubrir sus necesidades económicas, y quien no lo puede hacer es porque es un vago o un inútil. Podría ser, también, un país en el que la monarquía borbónica fuese asumida como una bendición del cielo que nos ha traído democracia y prosperidad, cosa que seguirá haciendo, amén de ser un símbolo de la permanencia y unidad de la patria, y por tanto incuestionable sin cuestionar la propia España. En España, la Guerra Civil y la dictadura de Franco podrían ser etapas totalmente superadas en un abrazo de reconciliación nacional, y las Fuerzas Armadas gozar del reconocimiento debido a quien tiene la honrosa tarea de defendernos. España podría ser, en fin, UNA gran nación, con un estado unitario y centralizado, institucionalmente católica, taurina y cazadora, partidaria del ultraliberalismo económico, sin traumas históricos, promilitar y monárquica.

España podría ser todo eso, pero no lo es. En España coexisten distintos sentimientos de identidad nacional, le pese a quien le pese, y la unidad del país dependerá de comprender y hacer compatibles estos sentimientos mediante el acuerdo, no la imposición forzosa de banderas y credos. La descentralización política derivada de nuestra Constitución es ya hoy patrimonio político de nuestro Estado, y habrá más de media España que cuestione su desaparición si ésta se plantea. España, además, no es uniformemente católica: hay muchos ciudadanos de otras creencias y quienes, formalmente, siguen siendo católicos, han dejado de ser practicantes. En España respetamos la Semana Santa y muchas personas participan de sus ritos por puro folklore o tradición, sin restar valor a esta participación. También hay quienes no son aficionados a la Semana Santa en absoluto, o critican su monopolio del espacio público durante esa época del año, y no son malos españoles por eso. Los españoles aceptamos el derecho al aborto de las mujeres, de acuerdo con la ley, como la mejor -o la menos mala, o la única- salida a una situación angustiosa, que solo quien ha pasado por ella sabe cuánto lo es. Porque entendemos que ninguna mujer aborta por el gusto de hacerlo; al contrario, probablemente será una de las situaciones más traumáticas que afrontarán en su vida, a la que no podemos añadir una persecución legal. En España el matrimonio homosexual está totalmente normalizado, y es aceptado incluso por personas de avanzada edad que podrían tener muchos más prejuicios que los jóvenes dirigentes de nuestras derechas. El nuestro podría ser un país taurino y cazador, pero el hecho es que estas dos aficiones son minoritarias en la población y que son, como todo, cuestionables. Más que de su prohibición, estoy convencido de su desaparición progresiva. Y España seguirá siéndolo cuando ya no estén. La mitad -o más- de los españoles defendemos una carga impositiva justa y progresiva, que garantice la prestación de los servicios públicos, garantía de progreso social y bienestar. En España, muchos pensamos que los inmigrantes son, ante todo, personas que deben ser tratadas de acuerdo a su dignidad humana. Y castigados por sus faltas o delitos, conforme a la ley, no por sus costumbres. En España, no todos somos monárquicos. Muchos defendemos un régimen republicano como alternativa a una monarquía que, demasiadas veces en nuestra Historia, se ha revelado autoritaria y corrupta. Cierto que un Presidente de la República también puede serlo, pero tendremos entonces la ocasión de destituirlo con nuestro voto. España no se reconciliará consigo misma mientras haya muertos en las cunetas y no se restituya la dignidad de los perseguidos por la dictadura franquista. Y no tendremos afinidad por los valores castrenses mientras no se perciba claramente que estos valores están plenamente comprometidos con la democracia, el respeto al poder civil y la aconfesionalidad.

Los dirigentes de las derechas, que identifican España con todo este cúmulo de tópicos e ideas que están lejos de ser -como ellos creen- compartidos por todos los españoles de bien, confunden la realidad con el deseo. Esa es la España que ellos sueñan y en la que solo viven ellos, fuera de la realidad. Pero España no ha sido nunca así, y no lo será. Si alguna vez se dieran cuenta, habríamos ganado una derecha verdaderamente demócratica y europea.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

IDEAS QUE REBOTAN EN MI CABEZA DE SOCIALISTA

A diferencia de otras personas de mi partido, me reconozco en estado de shock desde la noche del domingo. No por el hecho de que el PSOE salga del gobierno en Andalucía -me afectaría, pero no hasta ese punto-, cosa que en democracia es normal y que era de esperar que alguna vez ocurriese, sino por la irrupción parlamentaria, por primera vez en España, de una fuerza política que se sitúa abiertamente en la extrema derecha. Me preocupa, y creo que debería ser motivo de preocupación para cualquier demócrata en Andalucía y en España. Y es tal la cantidad de ideas que bullen en mi cabeza que no consigo poner en orden un catálogo de conclusiones coherente y completo sobre qué ha pasado y qué hay que hacer a partir de ahora.

Como primer elemento a tener en cuenta en el análisis de la situación, hay que decir que si la participación hubiese estado en un rango de normalidad -superior al 65%-  la situación sería, a buen seguro, muy diferente. Las manifestaciones que se están produciendo estos días como protesta por la presencia de la ultraderecha en el parlamento me parecen bien, porque protestar contra el fascismo -o su embrión- es algo positivo en cualquier momento y lugar. Pero no va a solucionar la situación porque esto, en democracia, solo es posible votando -cosa que no sé si hizo todo el mundo que ahora se manifiesta-. Pretender que un resultado electoral -por poco que nos guste- pueda alterarse por presiones en la calle, además de inútil, es tanto como negar el sistema democrático que se dice defender.

Aunque hay quien piensa que el voto a Vox procede de las clases acomodadas, creo que la realidad es mucho más compleja. Es fácil comprobar, con los resultados en la mano, que este voto -aunque es mayor en zonas de rentas altas- se ha dado también en barrios de rentas medias o bajas. Es muy alto en municipios con un alto índice de inmigración, como El Ejido, o en zonas con altos índices de paro, como el Campo de Gibraltar. Pero ninguno de estos factores -ni las rentas altas ni la inmigración o el paro- explican la presencia de esta opción en los resultados de zonas del interior de Andalucía. ¿De dónde procede este voto? Probablemente de la reacción al proceso independentista catalán, capitalizada por la extrema derecha. Lo que no parece conveniente, en cualquier caso, es hacer juicios apresurados sobre estos votantes, descalificándolos gratuitamente como fascistas. Sin pretender justificar a nadie, creo que los demócratas de izquierda no ganamos nada estigmatizando a un sector de la población que probablemente ha canalizado su malestar a través de Vox sin compartir o incluso desconociendo su ideario. 

En democracia, todas las ideas políticas que no sean atentatorias contra los Derechos Humanos y la igualdad entre las personas son admisibles. Por tanto lo son también las de los independentistas catalanes, y hay que diferenciar muy bien la legitimidad de las ideas de la ilegalidad de los procedimientos. La primera debe respetarse, la segunda debe perseguirse con la ley en la mano. Eso sí, sin sobreactuaciones que lleven al descrédito de la Justicia o a situaciones de pura injusticia, como el abuso de la prisión preventiva amparándose en un delito de rebelión más que dudoso. 

Dicho lo anterior, desde un mínimo sentido de la responsabilidad, no se entiende que el independentismo catalán no se sienta concernido por los resultados electorales en Andalucía. Parecen comportarse como si el auge de la ultraderecha fuera de los límites de Catalunya les fuese ajeno, como si el problema que esto representa no les fuese a afectar nunca. ¿Se han parado a pensar qué puede ocurrir si en unas elecciones generales se repitiese la mayoría obtenida por las derechas en las elecciones del domingo? ¿De verdad les compensa seguir tensando la cuerda, ante el verosímil riesgo de enfrentamiento civil que esto supone? No les pido que renuncien a sus aspiraciones, sino que entiendan que el riesgo no es ya solo el estancamiento de cualquier proceso de solución, sino de clara y considerable involución centralista y autoritaria.

En el ascenso de Vox ha sido determinante, por otro lado, la deriva hacia la derecha extrema de Ciudadanos y Partido Popular. A raíz de su salida del gobierno con la moción de censura y de la elección de Pablo Casado como líder, el PP se ha echado al monte. Ante una situación de ahogamiento por la corrupción derivada de la sentencia del caso Gürtel, su estrategia ha consistido en una huida hacia delante embarcándose en un discurso ultranacionalista español con tintes xenófobos. Ciudadanos, rival directo en su espacio ideológico, compite con el PP en esta deriva, de manera que Albert Rivera y Pablo Casado son cada vez más difíciles de distinguir por sus intervenciones públicas -e incluso, a días, por su atuendo-. La consecuencia es que se ha normalizado el discurso de extrema derecha, haciendo que Vox apareciese ahora como un partido más del elenco democrático. Al contrario que los partidos de centro-derecha europeos, para el PP y Cs Vox es una opción legítima más con la que puede contarse a todos los efectos. De esta forma se completa el proceso de blanqueamiento democrático de la extrema derecha que ha contribuido a que muchos electores optasen por ella.

Los medios de comunicación de masas también han sido decisivos en el proceso emergente de la extrema derecha. El afán por la audiencia sobre cualquier otra consideración ha llevado a que las televisiones otorguen una presencia desproporcionada a personajes nostálgicos de la dictadura, barnizando con una pátina de normalidad democrática inmerecida a apologetas del franquismo o a la propia fundación con el nombre del dictador. El mal tratamiento informativo de las noticias relativas a Catalunya o a la inmigración irregular a través de Ceuta y Melilla y el Mediterráneo, hacen el resto. Se ha fomentado así una exagerada sensación de alarma nacional ante estos dos fenómenos, que con seguridad ha contribuido a engrosar el voto a la ultraderecha. Sin duda estos medios deberían hacer una seria reflexión sobre a quién o a qué sirven con estas actuaciones, y las nefastas consecuencias que pueden acarrear a medio o largo plazo.

Volviendo a los resultados electorales, y como decía al principio, la abstención es lo que ha hecho posible el carácter decisivo de Vox como fuerza política en Andalucía. Parece claro que esa abstención procede del electorado de izquierdas y, en gran medida, del electorado tradicionalmente socialista. Eso debe provocar una reflexión en el PSOE que, hasta ahora, no se ha producido con seriedad. De las primeras reacciones del PSOE-A se desprende que su dirección no ha entendido la magnitud del desastre al que nos enfrentamos -aunque hayamos ganado, como no se cansan de repetirnos-. La increíble desconexión de la dirigencia del partido con respecto a lo que se vive en nuestras calles y barrios nos vuelve a sorprender, otra vez. Solo desde esa desconexión es posible ser ajeno al malestar larvado -desde hace tiempo- que se percibe en la gente en relación con una administración que, con demasiada frecuencia, se ha preocupado más de hacer propaganda que de actuar con diligencia ante los problemas. No es un problema de estas elecciones, sino que viene de muy atrás. Hay un sector del partido -que ni quiero ni debo identificar con ninguna afinidad concreta en cuanto a liderazgo- que ha tratado de ponerlo de manifiesto muchas veces, pero cuando los cuadros del partido se confunden casi en su totalidad con los cargos públicos, es muy difícil que éstos tomen conciencia de la situación. Es el problema de desempeñar las funciones políticas en una burbuja socialista en la que nunca penetra ninguna opinión incómoda.

Hay quien trata también, en el seno del PSOE, de culpar al gobierno de Pedro Sánchez de la debacle electoral. Sinceramente, creo que con desacierto, aunque también en la acción del gobierno central se están viendo carencias de bulto en algunos aspectos. Demasiadas idas y venidas en temas importantes -derogación de la LOMCE, cotización de autónomos, tramitación de presupuestos generales para 2019, por citar ejemplos- y demasiado presentar iniciativas como si fuesen realidades antes de negociar el imprescindible apoyo parlamentario para la acción de un gobierno que se sustenta en un grupo de 84 diputados.

Analizadas las causas del ascenso de la extrema derecha, cabe plantearse qué hacer para contrarrestarlo. Pensando en la situación vivida en los años de la transición, en los que la ultraderecha de Fuerza Nueva nunca pasó de ser testimonial, se me ocurren algunas reflexiones. La primera es que en aquel momento existía aun una parte importante de la población heredera directa del franquismo, vinculada al extinto Movimiento Nacional, y potencial apoyo de la nueva ultraderecha. Sin embargo, ese franquismo sociológico apenas cuajó como sustrato social en el que se apoyase el resurgir de ese franquismo sin Franco. En este hecho considero que hay un hecho determinante: la inmensa mayoría de la población percibía beneficios claros y objetivos en prestar su apoyo a fuerzas democráticas. Se creía, con razón, que estas fuerzas democráticas traerían libertad, mayor prosperidad y mayor protección social para todos. 

Esa es la opción que hoy tenemos que poner sobre la mesa las izquierdas en España. Nuestra tarea, antes que criminalizar a quien vota diferente, es convencer con realidades palpables de que el voto a la izquierda merece la pena porque va a mejorar su vida. Una izquierda que debemos asumir de una vez como diversa y con opciones políticas que deben resultar complementarias, no enfrentadas.