sábado, 4 de diciembre de 2021

GABRIELUIS

Con esta particular forma de escribir su nombre firmaba Gabriel Luis García Callejón sus comunicaciones con quienes tuvimos la suerte de conocerlo. Desde que supe de su fallecimiento, el pasado día 15, quise dedicarle estas modestas palabras de despedida. He repasado desde entonces los mensajes que intercambiamos y que conservo, reviviendo experiencias compartidas en los últimos años.

Fui concejal en la Corporación Municipal de Berja entre el 20 de noviembre de 2012 y el 28 de junio de 2019. Gabriel Luis fue de las pocas personas presentes en el público en la sesión plenaria de mi toma de posesión. No nos conocíamos, y fue él quien se interesó por presentarse y darme la enhorabuena por el acontecimiento antes de abandonar el salón de plenos.

Con posterioridad, nuestra relación se estrechó a raíz de lo que él llamó "Operación Carro". Nada menos que un cuidado programa de actividades para dedicar una placa a Juan Gabriel García Escobar, hermano de Manolo Escobar, en el edificio donde su familia residió durante algunos años en Berja. Todo empezó con una reunión en el Ayuntamiento, a la que Gabriel Luis convocó a los portavoces de los dos grupos políticos -PP y PSOE- representados por entonces en el Pleno. De esta forma, el entonces portavoz popular -actual alcalde- y yo mismo compartimos con él una tarde en la que nos dio a conocer la operación, que albergaba, más allá de los rodeos colaterales de dedicar una placa a su hermano y del pregón de su hija, el objetivo último y principal de recibir en Berja al mismísimo Manolo Escobar, por entonces ya con un frágil estado de salud.

De aquella Operación Carro me quedó el recuerdo del cuidado exquisito con el que Gabriel Luis lo organizó todo. Quiso que no hubiese ni un solo paso o hito del proceso en el que alguien pudiera sentirse al margen. Como portavoz de la oposición, me mantuvo puntualmente informado de cualquier movimiento, procurando -y consiguiendo- que no hubiese el menor atisbo de aprovechamiento político de los acontecimientos, más allá del lógico protagonismo de quien ostentaba el gobierno municipal. Desde la organización minuciosa de los actos hasta la contribución simbólica que los miembros de la Corporación hicimos a la colecta para la adquisición del carro perdido de Manolo Escobar, puso todo su empeño en que el resultado final de todo aquello fuese un homenaje unánime de la ciudadanía de Berja a Manolo Escobar y su familia. 

Desde entonces, mantuvimos una relación de profundo respeto y aprecio mutuo. A pesar de nuestras diferencias ideológicas -que él nunca ocultó-, me sentí siempre querido por una persona entrañable que valoraba mi labor y la forma en que la desarrollaba. En ocasiones especiales, intercambiábamos llamadas o mensajes de felicitación mutuos. Recuerdo con simpatía cuando, en un viaje con una peña taurina de Roquetas de Mar, conoció en Cáceres a un guía turístico que mencionó tener amigos en Berja. Inmediatamente se interesó por la identidad de tales amigos y, nada más pisar tierra virgitana, me llamó para comunicarme ese encuentro casual. 

De palabras siempre ceremoniosas, como era él, mantengo en la memoria las que intercambiamos la última vez, con ocasión de la calle que la Corporación Municipal de Berja le dedicó en junio pasado. En ellas me agradecía mi felicitación, a él y a su familia, con la enorme consideración que siempre me ofreció. Sabiéndolo creyente, yo hoy le dedico de forma póstuma este humilde homenaje deseándole, como él quisiera, el descanso eterno que merecía y mi más sentido pésame a su familia.

Descansa en paz, Gabrieluis. Espero que donde estés sientas con estas letras el último abrazo que no nos pudimos dar.



sábado, 25 de abril de 2020

MUERTOS

Esta es un historia muy vieja, que empezó en la segunda mitad de los años 90 del siglo pasado. Gobernaba España el Partido Popular liderado por José María Aznar. El 13 de julio de 1997 se convirtió en una de esas fechas que nunca se olvidan, de aquellas que uno sabe, a pesar del tiempo transcurrido, qué estaba haciendo y dónde cuando cierto hecho se produjo. En este caso, el acontecimiento fue un hecho ciertamente luctuoso, el asesinato, a plazo fijo y a sangre fría, de Miguel Ángel Blanco, un joven concejal del PP en Ermua, a manos de ETA. La indignación y la rabia colectiva se masticaban en España en esos días desgraciados que pasaron entre el secuestro y la muerte de Miguel Ángel.

Esta situación, a pesar del drama, dejaba algo positivo en la sociedad española y, muy especialmente, en la vasca: un antes y un después en la deriva criminal de ETA; un punto y aparte pasado el cual la sociedad ya no toleraría más muerte inútil e injusta. El enorme hartazgo social parió una conciencia colectiva que ya no estaba dispuesta a permanecer callada y apretar los dientes. Fue un punto de no retorno, un hasta aquí hemos llegado que vislumbraba -con décadas de antelación y con mucho dolor aún por delante- el principio del fin de la actividad criminal de ETA.

Dicen que fue ahí, en esta enorme reacción social ante la barbarie terrorista, donde nació. Dicen que fue el momento en el que alguien, en el PP, pensó que ese clima de unanimidad social contra el terrorismo podía ser explotado en términos de rentabilidad electoral. Todavía eran los tiempos en que Aznar hablaba catalán en la intimidad y pactaba con el otrora molt honorable Jordi Pujol la gobernabilidad de España.

Empieza así una deriva peligrosa, que se fue traduciendo en una asimilación irresponsable de nacionalismo con terrorismo. Poco a poco, se empieza a perder el pudor en el uso de las víctimas del terrorismo, con acusaciones, cada vez menos veladas, de complicidad con el terrorismo etarra. Acusaciones que se dirigen no solo hacia su brazo político, entonces Herri Batasuna, sino por extensión, a cualquier otro partido nacionalista. Y por supuesto al PSOE, a pesar de ser un partido tremendamente golpeado por la violencia. Cada nueva víctima, tras el consenso momentáneo que rodea su funeral, se convierte en munición contra el adversario político. Es una estrategia infame de patrimonialización de las víctimas, de apropiación del dolor. Como si cada víctima -y las hubo de todo color político- fuese un mártir de la causa del PP y su idea de España, frente a la cobardía del resto de partidos.

Pero llegó el día en que al Partido Popular esta estrategia le explotó en las manos, en un sentido prácticamente literal de la palabra. El 11 de marzo de 2004, a tres días de unas elecciones generales, se produce el mayor ataque terrorista que haya conocido España, con cerca de 200 víctimas directas. El gobierno del PP distribuye, desde el primer momento y pese a la ausencia de evidencias, la versión de la autoría de ETA. Sin embargo, a medida que avanza la tarde se afianzan las sospechas de que la autoría del atentado corresponde a una célula islamista. La reciente política exterior de Aznar, alineada con la invasión estadounidense de Irak, había producido dos cosas: un enorme malestar en la sociedad española y un señalamiento de España como objetivo del terrorismo yihadista.

La disyuntiva en el gobierno en aquel momento es clara: si ETA es la autora del atentado, la estrategia de los últimos años culminaría en unas excelentes expectativas electorales para tres días después. Si, por el contrario, se trata de un atentado islamista, no habrá forma de cargar sobre el PSOE la responsabilidad de las muertes, y se pondrá en peligro el triunfo electoral. En una falta de escrúpulos inaudita, Aznar opta por mantener la versión de la autoría etarra contra todas las evidencias aparecidas e, incluso, tras las primeras detenciones de personas implicadas, vinculadas con Al-Qaeda. La mentira se destapa antes de las elecciones y se produce un vuelco electoral que permitió la victoria del PSOE.

El PP jamás superará este hecho. Durante años alentaría -infructuosamente- todo tipo de teorías de la conspiración para conectar con ETA la autoría intelectual de los atentados. Desde entonces, en contraposición con las víctimas de ETA -y la Asociación de Víctimas del Terrorismo, verdadera correa de transmisión del PP más ultra en esos años- las víctimas del 11-M siempre fueron para ellos víctimas de segunda, muertos accidentales que fueron la causa de su derrota electoral. Nunca ocultaron su animadversión hacia la asociación de víctimas del 11-M, y nunca fue para ellos plato de gusto el homenaje que se les brindaba cada año. Mientras las víctimas de ETA eran sus mártires, las del 11-M constituían un colectivo incómodo que les ponía ante el espejo de su irresponsabilidad y sus mentiras.

De aquellos polvos, estos lodos. El PP lleva décadas arrojando los muertos -los que considera sus muertos- al gobierno de turno o a los partidos de la oposición, bajo acusaciones de desprecio o de traición. No es tanto que les duelan las víctimas, como que les son útiles ciertas víctimas. Las víctimas de ETA o del Covid-19 son sus muertos, porque -creen- pueden usarse para desgaste del gobierno. Sin embargo, poca empatía demostraron con las víctimas de aquel desgraciado 11-M o las del accidente del Yak-42 un año antes, cuya gestión revuelve el estómago solo de recordarla. Esos muertos nunca fueron suyos.

Por eso ahora, en medio de la enorme tragedia que vivimos, reclaman que a la ciudadanía confinada se le sirva diariamente la correspondiente ración de horror y muerte. Bajo el pretexto del luto y de las muestras de respeto, lo que se busca no es tanto el homenaje de los fallecidos sino el desgaste del adversario político, como tantas otras veces. Y por eso los españoles nos revelamos mayoritariamente contra esta idea. Porque éstos, como todos los compatriotas que fallecieron en circunstancias de desgracia colectiva, son nuestros muertos. Y el respeto que nos inspiran, todos ellos, no permite el exhibicionismo interesado de ataúdes con fines partidistas.