Cuentan las crónicas que
Carlos III, a su llegada a Madrid para tomar posesión de la Corona
de España, hizo entrada en la ciudad por la antigua Puerta de
Alcalá, abierta en las murallas de la Villa desde 1625. El rey,
procedente de Nápoles, no encontró de su gusto la citada puerta,
construida en tiempos de Felipe IV. Por ello mandó derribarla y
construir en su lugar una nueva puerta más monumental, a modo de
arco de triunfo, lo que dio lugar a la actual Puerta de Alcalá. Era
9 de diciembre de 1759 y llovía. El pasaje histórico fue recreado, incluso,
en una conocida canción de 1986 -”La Puerta de Alcalá”, de Ana
Belén y Víctor Manuel-: “Una mañana fría llegó/Carlos III, con
aire insigne/se quitó el sombrero muy lentamente/bajó de su
caballo/con voz profunda le dijo a su lacayo:/Ahí está, la Puerta
de Alcalá”. El origen, pues, de la actual Puerta de Alcalá está
en el mero capricho de un nuevo rey
que decide, un día cualquiera y sin encomendarse a dios ni al
diablo, reducir a escombros la puerta antigua para construir una
nueva a medida de su gloria como monarca. Por supuesto, fue el mismo
Carlos III quien encargó y supervisó los proyectos de la obra al
arquitecto Francisco Sabatini. La voluntad de un rey absolutista,
ilustrado, sí, pero absolutista y despótico, se constituye así en
razón y guía única y última de lo que se hace y se deshace.
Llegando
a nuestros días, Carlos III ha encontrado en Berja un discípulo
imprevisto en la persona de su alcalde, D. Antonio Torres. Una mañana
fría de enero, D. Antonio salió de su despacho en la Casa
Consistorial y bajó la monumental escalinata de piedra hasta la
calle. Allí, acompañado de algún lacayo de su corte y al modo del
monarca antes citado, decidió que es su real
voluntad acometer una reforma completa de la centenaria y emblemática
Plaza de la Constitución de Berja. Y sin más preámbulos, que no
son necesarios para gente de su posición, fue dando indicaciones de
los detalles de tal reforma, explicando a cuantos viandantes y
curiosos se acercaron la naturaleza y alcance de la obra. Se dio la
circunstancia de que pasaba por allí -se entiende que casualmente-
el cronista oficial de la corte. No dudó en hacerse eco de las
indicaciones de D. Antonio acerca de las bondades de la reforma,
haciendo saber posteriormente a la ciudadanía de Berja que “los
técnicos municipales ya ultiman las mediciones sobre el terreno
antes de proceder a la remodelación de la Plaza de la Constitución.
Una reforma integral que 'lavará' la imagen de este emblemático
espacio que apenas ha sufrido cambios en los últimos años”. La
información, lamentablemente, es inexacta. No existe en las
dependencias municipales ni siquiera un proyecto de obra o una
memoria valorada de su coste, ni dotación presupuestaria para
ejecutarla en el presupuesto que acaba de aprobarse, ni procedimiento
administrativo en marcha para su adjudicación. Nada. Sin embargo, D.
Antonio hizo saber al cronista que “en febrero está previsto que
comiencen las obras para levantar toda la parte central de la plaza,
retirar el arbolado y resto de mobiliario público”, que ya tendrá
él en mente su particular Sabatini y algún constructor de
confianza. Al fin y al cabo, ¿qué son estos impedimentos
burocráticos ante la real
voluntad de D. Antonio? ¿Para qué queremos a tanto escribiente y
maestro de obras en el Ayuntamiento, sino para hacer realidad sus
deseos en el momento en que los tenga? ¿Para qué pagan tributos los
ciudadanos de Berja si no es para satisfacer los delirios de grandeza
de D. Antonio Torres? ¿Acaso no es digno él de remodelar su ciudad
a medida de su capricho, como hiciese Carlos III, alcalde que fue de
la Villa y Corte? ¿Tiene él algo que envidiar, en despotismo, al
monarca que fue el paradigma español del Despotismo Ilustrado? ¿Hace
falta ser ilustrado para compararse con Carlos III? Seamos serios que
el asunto lo requiere. Puede que la condición de ilustrado no sea la
que más luce en D. Antonio Torres. Pero si hablamos de despotismo,
va sobrado.
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