sábado, 9 de febrero de 2013

GENTE BIEN

Poco puede añadirse a todo lo dicho en los últimos días sobre el caso Bárcenas. Más allá de las eventuales responsabilidades penales que la Justicia determine en su momento, creo que no es mucho aventurar que estamos ante la demostración de que la corrupción impregna, de arriba a abajo, todos los engranajes de la maquinaria interna del Partido Popular. 

Pese a lo triste de tal constatación, hay algo en todo este asunto que reconozco que me produce una sana satisfacción. No me refiero a la satisfacción partidista que pueda sentir por ver que el rival político se hunde en el mar del descrédito. Es una satisfacción que podemos llamar sana porque surge de ver cómo los hechos, finalmente, parece que ponen las cosas en su sitio. Siempre ha sido evidente que el PP -o antes AP- ha manejado un volumen de recursos superior, con mucho, al de cualquier otro partido, al margen de la magnitud de su representación parlamentaria. Sin embargo, los procesos por financiación ilegal del partido siempre se han quedado en nada por cuestiones de forma o porque los delitos juzgados habían prescrito. En este caso, independientemente de lo que ocurra desde el punto de vista judicial, es evidente que la opinión pública no va tolerar de buen grado un escándalo de semejante calibre.

La publicación de la contabilidad B del PP a través de los papeles que se atribuyen a Luis Bárcenas ha puesto al descubierto -diremos que presuntamente- el ansia de dinero de los dirigentes de esta organización política. Me acuerdo mucho estos días de algo que escuché muchas veces de pequeño a distintas personas vinculadas al PP: los dirigentes de este partido, por lo general gente procedente del mundo de los negocios y la empresa -es lo que suele ocurrir a nivel local-, es gente fiable en la gestión de los recursos públicos puesto que no tienen ninguna necesidad de enriquecerse. Dicho en pocas palabras, como ya llegan ricos a la política, no se van a ver tentados de robar dinero público. Es un argumento hasta cierto punto lógico y que, reconozco, llegué a interiorizar en parte en aquella época, cuando se produjeron varios y notables casos de corrupción de altos cargos socialistas. Hoy me pongo en la piel de quienes defendían estos postulados y me asalta una enorme sensación de vergüenza -probablemente más de la que ellos sentirán nunca-. Cayó por fin ese falso mito y ahora sabemos que cierta "gente bien" entra en la política para enriquecerse aun más mientras promueven el ajuste de cinturón de los demás en nombre de la austeridad. Nos hablan, además, de iniciativa privada, emprendimiento y liberalismo económico una caterva de gente -Esperanza Aguirre es el ejemplo más notorio- que, en el mejor de los casos, son funcionarios y en otros llevan décadas viviendo de nombramientos políticos a dedo o de consejos de administración a los que únicamente aportan como mérito la lista de contactos de su teléfono móvil.

Ante toda esta situación las reacciones de los dirigentes del PP son de vergüenza ajena. Esperanza Aguirre se erige en heroina de la regeneración democrática después de llegar al poder a lomos del Tamayazo, de haber albergado en Madrid al nido de Gürtel o de haber llegado a orquestar desde su gobierno una trama de espionaje a otros miembros de su propio partido. Carlos Floriano, en el colmo del cinismo, dice que el PP no ha podido despedir a Jesús Sepúlveda (¿ex? de Ana Mato) porque eso vulneraría sus derechos como trabajador. Preguntado sobre qué hace el Sr. Sepúlveda como empleado del PP dice no saberlo y tampoco sabe cuánto cobra. Esa debe ser la contundencia de la que habla Rajoy para perseguir la corrupción en el Partido Popular. Contundencia como la que demuestra Rajoy al negar la existencia de los sobresueldos -como se sabe, nunca existieron salvo alguna cosa-, que recuerda mucho a la que ha empleado ya demasiadas veces para negar algo que los hechos terminan confirmando muy poco después (a veces en cuestión de días). ¿De verdad piensa que aun podemos creerle?

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